jueves, 10 de abril de 2014

El final de todos los caminos

El hombre del sombrero se rascaba la poblada barba con una mano, mientras la otra sostenía su maletín. Miró a ambos lados de la calle, miró por encima de su hombro y, por fin, avanzó y se adentró en el edificio con paso decidido.
No sé quién era ese señor, ni qué hacía allí. Pero me gustaba imaginarme que entraba a matar a alguien por algún asunto turbio. En esa época me gustaba imaginarme cosas. Ya no, por supuesto. Ahora tengo otras obligaciones, como ver la tele, leer o escuchar música. Nada complicado, que no requiera mucho esfuerzo mental. Bueno, hasta hoy. Me he puesto a escribir, y estoy volviendo a pensar por mi mismo. Puede que pronto sea capaz de volver a imaginar. Poco a poco.
No abras la boca si no tienes nada que decir, dicen. Con la escritura creo que se aplica lo mismo. ¿Qué tengo yo que decir? No sé, me estoy dejando llevar. Me dejo llevar por el teclado y por la memoria. Oscuros caminos los de la memoria. Por algún motivo me han conducido hasta esa tarde de septiembre del 87. Me parece apropiado.
Hablo de los caminos de la memoria, del pensamiento, oscuros sí, pero a veces también previsibles. En aquellos días todos ellos llevaban, como no podía ser de otra forma, a Roma. Daba igual lo que intentara, siempre acababa allí. Era casi un tormento, veía la ciudad, sus puertas. Nada más. No podía ir más allá, aunque tampoco me atrevía. Me despertaba y, antes de pensar tres veces, ya había llegado al final del camino. Mierda, pensaba. Hasta ese día. Las puertas se habían abierto para mi y me dirigía al cine de mi barrio con la sonrisa más amplia que nadie pudiera tener.
Aún no os he hablado de Roma, el destino fatal de mis caminos. Su nombre era Yolanda, y tan solo necesito recordar su pelo negro, su sonrisa o sus ojos para que el dolor se clave en lo más hondo de mi ser. Antes no me causaba dolor, claro, de ahí mi sonrisa bobalicona de aquella tarde de principios de otoño. Estaba en una nube y, sinceramente, me sorprende recordar al señor de la barba y el maletín. Es de lo poco que aún veo nítidamente en mi memoria sobre aquellos días. No recuerdo la película, ni siquiera los actores (¿Robin Williams, quizás?). Tan solo el hombre del maletín y la sonrisa de Yolanda...
Debió ir bien aquella tarde, y los días posteriores aún más. Comenzamos a salir, y yo empecé a presentarla como mi novia (y ella a mi como su novio, claro). Año y medio de novios, cada día diferente. Conocimos París y en un café junto al Sena prometimos casarnos, en Venecia recorrimos sus canales siempre de la mano, nos pusimos melancólicos en Londres y nos enamoramos perdidamente de Buenos Aires. A la vuelta de Roma nos casamos en Madrid, y tan solo hicieron falta cuatro meses para que la monotonía del día a día acabara con nosotros. No nos dimos cuenta hasta que ya era tarde.
Tuvimos un hijo, Fer, al que aún veo. De vez en cuando viene a visitarme, como si no tuviera más remedio. Sigo siendo su padre al fin y al cabo. A lo largo de sus visitas he conseguido que cambiara su gesto de asco hacia mi por uno de lástima. Es doloroso leer eso en su cara, pero ciertamente es lo que me merezco.
Estoy divagando y avanzo demasiado. ¿Dónde está ella?, os preguntaréis. Hasta donde yo sé, sigue en la residencia "Juan Marqués", a las afueras de Madrid. Intenté visitarla hace un par de años, pero no pude. Llegué hasta la puerta, y no tuve aplomo para entrar. No me creía capaz de volver a verla. Su enfermedad le había hecho olvidar, pero mi memoria seguía intacta. No podía. No puedo.
Mi hijo me comentó el mal que le habían detectado a su madre casi de pasada. En ese momento hacía ya unos años que no la veía, pero sentí que el suelo se derrumbaba bajo mis pies. Recaí en la bebida (espera, ¿salí de ella alguna vez?) y me comporté como si fuera a mi al que hubieran diagnosticado Alzheimer. 
¿Os he dicho ya que no me gustaba su nombre? Yolanda... La verdad es que lo detestaba, pero nunca se lo dije. A veces sueño que voy a visitarla y lo único que se me ocurre decirle es que su nombre es horrible. El sueño siempre es el mismo, y acaba con ella preguntándome que cómo se llama. Terriblemente certero.
Roma fue saqueada por los bárbaros y su grandeza quedó marchita. En mi caso ocurrió algo parecido. Fue al final de todo, cuando discutíamos más que respirábamos. Esa noche de mayo la discusión estaba siendo apoteósica. Tampoco recuerdo por qué era, pero tras lanzarme un duro comentario, y cegado por la ira, mi mano descendió de revés sobre su cara. Si aquella tarde de otoño de camino al cine nací por segunda vez, esa noche morí por vez primera. Me di cuenta de mi error antes de haberlo cometido, y lo único que se me ocurrió hacer fue irme de casa. Lo peor fue encontrarme a mi pequeño Fer en el pasillo, con lágrimas en los ojos.
Volví tres días después para anunciar mi decisión de irme para no volver jamás. Yolanda me suplicó que no lo hiciera, que empezaríamos de cero, que volveríamos a ser felices. Podría haberme convencido si no fuera porque añadió que la pegué con razón, que era culpa suya. Eso me rompió por dentro y, finalmente, me fui. Ella podría perdonarme, pero yo no. Cada vez que la mirara recordaría mi mano lanzándose sobre su cara. No lo soportaría.
No sé si ella volvió a ser feliz, ojalá, pero no lo creo. Yo me abandoné a la bebida y me envolví en mi propia tristeza. Hace unos días vino a verme mi hijo, me propuso que dejara el alcohol y que despertara de una vez. Cuando le pregunté que qué podía hacer se encogió de hombros, y me dijo que escribiera algo. Me dejó un viejo ordenador portátil y se fue. Dijo que volverá la semana que viene.
Esta mañana, por fin, me he decidido a intentar escribir. Había pensado en una novela negra con el hombre del maletín como protagonista, pero no he tardado en darme cuenta que no se me ocurre nada sobre él, más allá de lo que pensé la lejana tarde que le vi. Si recupero la imaginación la escribiré. Palabra.
¿Qué puedo escribir? No sé. Algo ya he empezado, ¿no? Podría dejarme llevar por mi memoria, vagar por sus caminos y escribirlo todo. Mis memorias. No, ya sé. Mis memorias no, escribiré las memorias de Yolanda. Si ella no puede recordar yo lo haré por ella. Seguro que a Fer le gusta la idea. Quizás... quizás me atreva a ir a visitarla y leérselas en voz alta. Le diré todo lo que era antes de que yo la marchitara. Puede que así logre salvarme.
Bien, ¿por dónde empezamos? Por el principio, por supuesto...